La nueva normalidad,
término cada vez más eufemístico de anormalidad, lo convierte todo
en una especie de descafeinado, un sucedáneo de la normalidad que
añoramos, si bien es verdad que antes de la pandemia renegábamos de
la misma...
Puede que sea yo que veo
distorsionada la nueva normalidad, las terrazas del cafelito, los
comensales en los restaurantes, las mesas de los garitos llenas y las
barras vacías, discotecas sin bailarines y hasta el ocio nocturno
con permiso para abrir de día, como vampiros que logran inmunidad
temporal contra la luz del sol, todo es descafeinado que tragamos con
la ilusión de que mañana se acabará todo y volveremos a ser
normales en la normalidad...
El mundo civilizado ha
cambiado una vez más y puede provocar cuadros depresivos severos si
cuando retorne la normalidad esperamos el mundo que teníamos...
La masa silenciosa y las
masas silenciadas vamos como troncos arrastrados por la marea y la
sensación de que los cambios son acelerados y no tenemos control
sobre los mismos. La guerra del coronavirus muestra nuestra fatiga,
nuestros juegos de ilusionismo donde nos lanzamos al veraneo, nos
aferramos a la normativa y nos ponemos una venda en los ojos mientras
nos despojamos de las mascarillas. Los indicadores, las advertencias
de una quinta ola ya presencial, son como cantos de sirena que
ignoramos aferrados al mástil del verano, que cuando vuelva el otoño
será otra historia aunque en el fondo sepamos que será más de la
misma historia de los dos últimos otoños...
Nuestra memoria olvida la
historia y estamos condenados a repetirla.
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