Suplemento
literato cutre de The Adversiter
Chronicle
Autor:
Mark Baker
Editorial:
Contraediciones, S. L.
Traducción:
Elena Masip y Darío M.
Pereda
Edición:
Primera edición, septiembre
de 2020
La
propuesta de hoy es un viaje al infierno personal de quienes
combatieron en Vietnam, un conflicto que fracturó a la sociedad
estadounidense y marcó de por vida a quienes volvieron para
contarlo. Todas las guerras son un infierno y los testimonios de los
combatientes siempre aportan perspectivas y realidades alejadas de la
propaganda oficial donde los soldados sólo son cifras impersonales y
las batallas muchas veces no figuran en los anales de las mismas. A
su regreso, las y los veteranos volvían a un mundo en el que no
encajaban, con taras psicológicas y una inadaptación al pasar de
ser los reyes de la guerra a desempleados y la condición de veterano
de Vietnam un estigma que cerraba puertas laborales y sociales. Es
una lectura de referencia sobre el conflicto y se gana por derecho
propio estar entre otras obras que hablan de otras guerras y otros
combatientes desde el punto de vista de quienes estuvieron en primera
línea que en Vietnam era constante la primera línea incluso en la
retaguardia...
Mark
Baker (1950) es el autor de siete libros de entrevistas. Tras una
fulgurante carrera como escritor de best
sellers, Baker ejerció
de trabajador de la construcción y pintor, y luego de editor
freelance
y redactor de un amplio abanico de géneros que basculaban entre la
novela romántica juvenil y la publicidad de perfumes. Se jubiló
recientemente de su labor de relaciones públicas y redactor de
comunicados financieros para grandes empresas. Él y su mujer, con la
que lleva casado cuarenta años, dividen su tiempo entre su casa en
noreste de Florida y visitas a Nueva York. Sobre el libro ha
manifestado que `Cuando empecé a entrevistar a hombres y mujeres
sobre sus experiencias en la guerra de Vietnam los únicos relatos
del conflicto eran los de los generales y los políticos. Nadie
hablaba con la gente que luchó y experimentó la muerte y la
pérdida. Quería escuchar sus historias.´
Datos
sacados de la contraportada y actualizados al año de edición aunque
en Internet podéis encontrar más información sobre el autor. Y sin
más, unas breves reseñas que os inciten a su apasionante lectura...
Motivaciones
para escribir sobre la guerra en Vietnam...
“Cuando
me preguntaban por qué quería escribir este libro, mi respuesta
inmediata era pragmática y honesta: `Por dinero. Me gano la vida
como escritor´. Sin embargo, luego aclaraba que mis intereses no
eran puramente mercenarios. El proyecto comenzó a tomar forma en
1972. Ese año, conocí por casualidad a un veterano de Vietnam que
acabó por convertirse en un buen amigo. Compartíamos piso, comida y
grandes cantidades de whisky. Brian me habló de su experiencia en la
guerra y, en aquellas conversaciones, descubrí aspectos de él -y de
mí mismo- que no conocía. Él tuvo la oportunidad de compartir sus
vivencias y yo, la voluntad de escucharlas, y eso fortaleció nuestra
amistad. Lo que me contó me enseñó más sobre Vietnam, la guerra y
quienes participaron en ella que nada que hubiera leído o visto en
la televisión. Era evidente que no sabíamos toda la historia. Yo no
estaba capacitado para contarla, pero no me cabía duda de que sí
quería escucharla.”
Ir
a la guerra...
“Cuando
llegamos al campo de entrenamiento, nos pidieron que escribiéramos
en un formulario por qué nos habíamos unido a los Marines. Yo puse:
`Para matar´, porque, joder, eso era básicamente lo que quería
hacer. Pero tampoco es que quisiera matar a todo el mundo, yo sólo
quería cargarme a los malos. En la tele y en las pelis están los
buenos y los malos, ¿no? Pues yo quería cargarme a los malos. No
era un patriota, no me uní a los marines por mi país. A ver, si,
amo este país, pero en aquel entonces me importaba una mierda. Lo
que yo quería era matar a los malos. En el campamento militar me
molieron a palos. `¿Dónde está ese capullo que tantas ganas tiene
de matar?´, decían, y luego iban a por mí. Me llevaron a ver a dos
loqueros. El segundo me hizo un montón de preguntas como: `Cuando
eras pequeño, ¿mataste alguna vez?´. Le conté que tenía una
pistola de aire comprimido y me había cargado a un par de pájaros.
¿ Qué coño importaba eso? Era acoso y pinto. ¿Para qué se une
nadioe a las Fuerzas Armadas si no es para defender a su país, cosa
que, en la mayoría de los casos, implica matar? De todos los lugares
a los que me podían destinar, acabé en el Astillero Naval de
Filadelfia, donde me aburría como una ostra. Solicité varias veces
el traslado a Vietnam, pero siempre me rechazaban. Al final, como no
paraba de insistir con que quería ir al extranjero, me autorizaron.
Sin embargo, antes de irme tuve un par de incidentes. En un bar de
negros me apuñalaron en el pecho y tuvieron que ingresarme en el
Hospital de la Marina de Filadelfia. La puñalada me atravesó el
pericardio y me alcanzó el pulmón. Allí veía a los mutilados que
volvían de Nam, pero ni siquiera eso me disuadió. Quería ir de
todos modos.”
Recién llegado al frente de combate...
“La
verdad es que podría haber cumplido mi estancia en Vietnam sin
meterme en líos, pero una noche cometí el error de abrir la boca.
Dije: `Si viera a un Vietcong y él no me viera a mí, no me lo
cargaría, porque sabría que tiene mujer e hijos´. A la mañana
siguiente, estaba en la pista de aterrizaje con todas mis cosas
camino de una unidad de combate en primera línea del frente. Llegué
a un pequeño campamento base con perímetro en forma de estrella en
el 3º Cuerpo del Ejército de Vietnam, en la región del Altiplano
Central, a menos de un kilómetro de la frontera con Camboya. Estaba
tan cerca del país vecino que se veía cómo adoctrinaban a las
tropas de Vietnam del Norte; tan cerca que podían lanzarnos morteros
y misiles. Pero nosotros no podíamos responder porque eso hubiera
significado violar los acuerdos fronterizos. La pista de aterrizaje
estaba en territorio enemigo. Cada vez que llegaba un avión, tenía
que descender en espiral para evitar el fuego enemigo. Tenías diez
segundos para bajar del avión y salir cagando leches hacia el
búnker, si no, eras hombre muerto. El día que llegué, el avión
tuvo que pasar un rato sobrevolando la zona porque nos estaban
atacando. No me podía creer que aquel fuese el sitio al que me
habían destinado. Cuando finalizó el ataque con morteros y llegué
a mi unidad, pedí hablar con el capitán. Me dijeron que había
salido de la zona principal del campamento.
-Bueno,
¿puedo ir a buscarle?
-Claro,
está por allí, entre aquellos árboles.
Salí
para presentarme y asumir el mando. Me lo encontré muerto, con la
cabeza reventada y la polla fuera del pantalón. Los morteros le
habían sorprendido haciéndose una paja y le habían volado la
cabeza. Allí estaba, tieso como un palo y con la polla en la mano.”
La muerte como compañera cotidiana...
“Conocí a un tío que estaba pirado. Una noche se
encendió un cigarrillo, ¡zas!, en mis narices, en una posición en
la que nos podían pegar un tiro. Me cagué de miedo.
-¿¿Qué haces?? -le grité mientras le apagaba la
cerilla.
-Cuando te llega la hora, te llega -me contestó-. Sólo
Dios lo sabe.
Yo también lo creía. Había visto a muchos tíos que
tomaban precauciones y acababan fiambres igual. Recuerdo
especialmente a un teniente que llevaba en el frente unos tres meses.
Un día se quedó paralizado en una batalla, así que lo mandaron a
la retaguardia por cansancio extremo. Se le pasó en cuanto volvió a
la base, pero no del todo, porque a partir de entonces empezó a
llevar siempre el casco puesto. La gente allí no hacía eso, era un
lugar bastante seguro. Pero él se construyó una especie de cabaña
con sacos terreros, con paredes de un grosor de dos o tres sacos.
También los colocaba por encima. Dormía en el suelo en lugar de
hacerlo en el catre y con el chaleco flak puesto.Una noche empezaron
a bombardearnos mientras él dormía en el suelo de su barracón.
Cuando terminó el ataque, yo era el médico encargado de hacer la
ronda por los barracones y los otros edificios para comprobar que
todo el mundo estuviera bien. Me encontré al teniente muerto. Un
trozo de metralla se había colado por un lateral del barracón,
entre los sacos terreros o a través de ellos, y le había dado en el
pecho. Había penetrado por el lado izquierdo y se le había clavado
en el corazón. Era un buen trozo de metralla, bastante afilado. Si
alguien estaba protegido, era el teniente. Después de aquello llegué
a la conclusión de que no podías hacer nada por evitar la muerte.
Si estás allí, estás allí y punto. ¿Quién sabe quién será el
siguiente?.”
Los reyes de la guerra...
“Me
lo estaba pasando bien. Había un par de tíos que decían que no,
pero no se lo creían ni ellos. Nos daba la sensación de que ya no
éramos esos GI que tenían que marchar y hacer el saludo militar.
Aquello era una mierda. No teníamos que saludar a nadie. Nos
vestíamos como nos daba la gana. Si me quería poner el sombrero de
la jungla, me lo ponía. Si quería llevar una manga de la camisa
arremangada y la otra no, lo hacía. Si no me quería afeitar, no me
afeitaba. Ahí fuera nadie se metía con nadie. Los oficiales saben
que, si te tocan las narices, en el próximo intercambio de fuego
pueden acabar con un tiro en la cabeza. Y esa era la forma de
proceder en cualquier unidad de infantería. Quien te diga lo
contrario, miente. Si te metes con mi compañero escudándote en tu
rango de suboficial o algo por el estilo, tengo derecho a volarte la
tapa de los sesos, según nuestro código no escrito. Y los demás
también lo harían. Los tenientes y el resto de oficiales no le
tocaban los huevos a nadie. No te decían: `¡Soldado!, ¿por qué no
llevas los pantalones por dentro de las botas? ¿Por qué llevas esas
greñas?´. A todo el mundo se la sudaba. Sentía el poder. Sentía
la destrucción. Mira, ahora, en los Estados Unidos tienen a la gente
muy mimada. Le dicen lo que tiene que hacer. No puedes llevar un arma
encima a no ser que quieras acabar en el calabozo. Dispararle a
alguien está mal. Te miman constantemente hasta que te mueres. Los
únicos que tienen autoridad son los jueces y el Gobierno. Pero en
Nam eras consciente de que tenías el poder de arrebatar una vida.
Tenías el poder de violar a una mujer sin que nadie pudiera decirte
nada. Sentíamos que éramos dioses. Podía acabar con la vida de
alguien, podía follarme a una mujer. Podía darle una paliza a
alguien e irme de rositas. En Nam te sentías como un dios y como tal
podías comportarte.”
El regreso a casa...
“El
día que me licenciaron, volé hasta el aeropuerto de Filadelfia.
Tenía dos filas y media de galones en el pecho y me sentía
orgullosísimo. Me había ganado el rango de sargento y me habían
licenciado con honores. ¿Qué te parece eso? En cuanto bajé del
avión, entré en un bar. Lo único que sabía hacer en esta vida era
beber. Me pedí un whisky Canadian Club y una cerveza y me quedé
plantado junto a la barra con una sonrisa de oreja a oreja. En una
mesa había un tío sentado con su mujer y sus dos hijos, unos
chavales que tendrían mi edad, más o menos, diecinueve o veinte
años.
-¿Estás
de permiso? -me preguntó el chico.
-
No, me acaban de licenciar.
-
¿De dónde vienes?
-
De Vietnam.
-¿Y
cómo te sientes después de matar a todas esas personas inocentes?
-preguntó de repente la madre.
No
supe qué responder. El camarero que servía detrás de la barra se
puso tenso, pero yo no dije nada. Ya me habían advertido de que
tendría que soportar este tipo de mierdas, pero no me lo había
querido creer.
-Disculpe,
¿puedo invitar a todo el mundo a una ronda? -le pedí al camarero.
Me sentía culpable. Sí, había matado gente. Quería redimir mis
errores de algún modo.
-
No aceptamos bebidas de asesinos -me espetó la hija.
Me
cabreé. El camarero me pidió que me tranquilizara, se acercó a la
chica y le recriminó su actitud.
-¿Qué
se siente al formar parte del Ejército? -siguió ella.
-Él
no está en el Ejército, es un marine la corrigió el camarero.
-Pues claro que sí, hostia, soy un marine de los Estados Unidos.
-¿Ahora
te vas a poner chulito?
Me
estaban acosando en un puto bar. Pagué mi consumición, le dejé una
propina al camarero y me largué. Traté de olvidar lo que había
pasado. Me monté en el coche con mi hermano y su mujer. Estaba muy
contento de estar en casa y no quería que algo así me perturbara,
pero lo habían conseguido. Más tarde, cuando ya estábamos en casa,
mi hermano me pidió que no me pusiera el uniforme. ¿Qué coño
quería decir con eso? Yo quería ponerme el puto uniforme. Estaba
lleno de galones. Estaba orgulloso de lo que había hecho; era un
rey. Entonces no me dolió, pero ahora sí me duele.”
Cicatrices que no se ven...
“La
chica con la que estaba prometido se había quedado embarazada de
otro tío y se había casado con otro distinto. No me lo podía
creer. Habíamos dejado de mandarnos cartas después de que me
hirieran en combate. Lo veía todo negro y dejé de escribir a todo
el mundo. Acabé viviendo con mis padres. Desde julio hasta finales
de septiembre, mi rutina consistió en recuperar la consciencia por
la mañana. Por la tarde, cuando se me había pasado la resaca, me
duchaba y por la noche salía a beber otra vez. Noche sí, noche
también, bebía hasta perder el sentido. Era extremadamente tímido
con las mujeres. Por supuesto, sólo era capaz de acercarme a ellas
cuando estaba borracho como una cuba. Por las mañanas me encontraba
en los bolsillos pedacitos de papel con números de teléfono y
anotaciones crípticas. `Janet, bufanda roja, 555-6868.´ No llamé
nunca a ninguna. Empecé a trabajar otra vez. Trabajaba para el
ayuntamiento de Minneapolis, realizando pruebas de laboratorio. Era
técnico de ensayo de materiales y trabajaba con cemento, asfalto y
varillas de acero; ganaba unos quinientos dólares al mes. Mis
problemas con la bebida fueron a más. No me presentaba a trabajar
durante días y ni siquiera llamaba para decir que estaba enfermo.
Tenía una depresión de caballo. No conseguía hacer nada. La
mayoría de mis amigos se daban cuenta de que algo no iba bien, pero
ninguno sabía cómo ayudarme. Mi familia estaba preocupadísima.
Todo esto pasó mucho antes de que se le pusiera nombre al síndrome
de Vietnam. Me sentía estafado, mal conmigo mismo. La gente me
trataba de forma extraña.”
Viaje a las tinieblas de quienes sirvieron en Vietnam,
testimonios anónimos que entran por derecho propio en el club de
relatos de combatientes y libro imprescindible para comprender más
allá de las imágenes icónicas, las crónicas documentales y los
informes oficiales. Hombres y mujeres, obligados unos y voluntarios
otros hermanados en la inhumanidad de una guerra sin frentes
delimitados y donde cualquiera podía ser el enemigo. Brutalizados,
inmunes al sufrimiento ajeno y metidos en una vorágine donde todo
estaba permitido, incluso aquello que nos hace perder la humanidad
dejando heridas sangrantes en el alma. Ideal par lectura veraniega
ahora que se libra otra guerra en Europa que, por desgracia, sigue
siendo tan inhumana como las precedentes y los que hoy son
combatientes puede que mañana se conviertan en testimonios del
horror del frente de combate...
The
Adversiter Chronicle, diario dependiente cibernoido
Salt
Lake City, Utah
Director
Editorial: Perry Morton Jr. IV
http://theadversiterchronicle.org
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