The Adversiter Chronicle

jueves, 20 de julio de 2023

"Lomo con tapas", suplemento literato cutre

Suplemento literato cutre de The Adversiter Chronicle

Libro:
NAM -La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella-
Autor: Mark Baker
Editorial: Contraediciones, S. L.
Traducción: Elena Masip y Darío M. Pereda
Edición: Primera edición, septiembre de 2020

La propuesta de hoy es un viaje al infierno personal de quienes combatieron en Vietnam, un conflicto que fracturó a la sociedad estadounidense y marcó de por vida a quienes volvieron para contarlo. Todas las guerras son un infierno y los testimonios de los combatientes siempre aportan perspectivas y realidades alejadas de la propaganda oficial donde los soldados sólo son cifras impersonales y las batallas muchas veces no figuran en los anales de las mismas. A su regreso, las y los veteranos volvían a un mundo en el que no encajaban, con taras psicológicas y una inadaptación al pasar de ser los reyes de la guerra a desempleados y la condición de veterano de Vietnam un estigma que cerraba puertas laborales y sociales. Es una lectura de referencia sobre el conflicto y se gana por derecho propio estar entre otras obras que hablan de otras guerras y otros combatientes desde el punto de vista de quienes estuvieron en primera línea que en Vietnam era constante la primera línea incluso en la retaguardia...

Mark Baker (1950) es el autor de siete libros de entrevistas. Tras una fulgurante carrera como escritor de best sellers, Baker ejerció de trabajador de la construcción y pintor, y luego de editor freelance y redactor de un amplio abanico de géneros que basculaban entre la novela romántica juvenil y la publicidad de perfumes. Se jubiló recientemente de su labor de relaciones públicas y redactor de comunicados financieros para grandes empresas. Él y su mujer, con la que lleva casado cuarenta años, dividen su tiempo entre su casa en noreste de Florida y visitas a Nueva York. Sobre el libro ha manifestado que `Cuando empecé a entrevistar a hombres y mujeres sobre sus experiencias en la guerra de Vietnam los únicos relatos del conflicto eran los de los generales y los políticos. Nadie hablaba con la gente que luchó y experimentó la muerte y la pérdida. Quería escuchar sus historias.´
Datos sacados de la contraportada y actualizados al año de edición aunque en Internet podéis encontrar más información sobre el autor. Y sin más, unas breves reseñas que os inciten a su apasionante lectura...

Motivaciones para escribir sobre la guerra en Vietnam...
Cuando me preguntaban por qué quería escribir este libro, mi respuesta inmediata era pragmática y honesta: `Por dinero. Me gano la vida como escritor´. Sin embargo, luego aclaraba que mis intereses no eran puramente mercenarios. El proyecto comenzó a tomar forma en 1972. Ese año, conocí por casualidad a un veterano de Vietnam que acabó por convertirse en un buen amigo. Compartíamos piso, comida y grandes cantidades de whisky. Brian me habló de su experiencia en la guerra y, en aquellas conversaciones, descubrí aspectos de él -y de mí mismo- que no conocía. Él tuvo la oportunidad de compartir sus vivencias y yo, la voluntad de escucharlas, y eso fortaleció nuestra amistad. Lo que me contó me enseñó más sobre Vietnam, la guerra y quienes participaron en ella que nada que hubiera leído o visto en la televisión. Era evidente que no sabíamos toda la historia. Yo no estaba capacitado para contarla, pero no me cabía duda de que sí quería escucharla.”

Ir a la guerra...
Cuando llegamos al campo de entrenamiento, nos pidieron que escribiéramos en un formulario por qué nos habíamos unido a los Marines. Yo puse: `Para matar´, porque, joder, eso era básicamente lo que quería hacer. Pero tampoco es que quisiera matar a todo el mundo, yo sólo quería cargarme a los malos. En la tele y en las pelis están los buenos y los malos, ¿no? Pues yo quería cargarme a los malos. No era un patriota, no me uní a los marines por mi país. A ver, si, amo este país, pero en aquel entonces me importaba una mierda. Lo que yo quería era matar a los malos. En el campamento militar me molieron a palos. `¿Dónde está ese capullo que tantas ganas tiene de matar?´, decían, y luego iban a por mí. Me llevaron a ver a dos loqueros. El segundo me hizo un montón de preguntas como: `Cuando eras pequeño, ¿mataste alguna vez?´. Le conté que tenía una pistola de aire comprimido y me había cargado a un par de pájaros. ¿ Qué coño importaba eso? Era acoso y pinto. ¿Para qué se une nadioe a las Fuerzas Armadas si no es para defender a su país, cosa que, en la mayoría de los casos, implica matar? De todos los lugares a los que me podían destinar, acabé en el Astillero Naval de Filadelfia, donde me aburría como una ostra. Solicité varias veces el traslado a Vietnam, pero siempre me rechazaban. Al final, como no paraba de insistir con que quería ir al extranjero, me autorizaron. Sin embargo, antes de irme tuve un par de incidentes. En un bar de negros me apuñalaron en el pecho y tuvieron que ingresarme en el Hospital de la Marina de Filadelfia. La puñalada me atravesó el pericardio y me alcanzó el pulmón. Allí veía a los mutilados que volvían de Nam, pero ni siquiera eso me disuadió. Quería ir de todos modos.”

Recién llegado al frente de combate...
La verdad es que podría haber cumplido mi estancia en Vietnam sin meterme en líos, pero una noche cometí el error de abrir la boca. Dije: `Si viera a un Vietcong y él no me viera a mí, no me lo cargaría, porque sabría que tiene mujer e hijos´. A la mañana siguiente, estaba en la pista de aterrizaje con todas mis cosas camino de una unidad de combate en primera línea del frente. Llegué a un pequeño campamento base con perímetro en forma de estrella en el 3º Cuerpo del Ejército de Vietnam, en la región del Altiplano Central, a menos de un kilómetro de la frontera con Camboya. Estaba tan cerca del país vecino que se veía cómo adoctrinaban a las tropas de Vietnam del Norte; tan cerca que podían lanzarnos morteros y misiles. Pero nosotros no podíamos responder porque eso hubiera significado violar los acuerdos fronterizos. La pista de aterrizaje estaba en territorio enemigo. Cada vez que llegaba un avión, tenía que descender en espiral para evitar el fuego enemigo. Tenías diez segundos para bajar del avión y salir cagando leches hacia el búnker, si no, eras hombre muerto. El día que llegué, el avión tuvo que pasar un rato sobrevolando la zona porque nos estaban atacando. No me podía creer que aquel fuese el sitio al que me habían destinado. Cuando finalizó el ataque con morteros y llegué a mi unidad, pedí hablar con el capitán. Me dijeron que había salido de la zona principal del campamento.
-Bueno, ¿puedo ir a buscarle?
-Claro, está por allí, entre aquellos árboles.
Salí para presentarme y asumir el mando. Me lo encontré muerto, con la cabeza reventada y la polla fuera del pantalón. Los morteros le habían sorprendido haciéndose una paja y le habían volado la cabeza. Allí estaba, tieso como un palo y con la polla en la mano.”

La muerte como compañera cotidiana...
“Conocí a un tío que estaba pirado. Una noche se encendió un cigarrillo, ¡zas!, en mis narices, en una posición en la que nos podían pegar un tiro. Me cagué de miedo.
-¿¿Qué haces?? -le grité mientras le apagaba la cerilla.
-Cuando te llega la hora, te llega -me contestó-. Sólo Dios lo sabe.
Yo también lo creía. Había visto a muchos tíos que tomaban precauciones y acababan fiambres igual. Recuerdo especialmente a un teniente que llevaba en el frente unos tres meses. Un día se quedó paralizado en una batalla, así que lo mandaron a la retaguardia por cansancio extremo. Se le pasó en cuanto volvió a la base, pero no del todo, porque a partir de entonces empezó a llevar siempre el casco puesto. La gente allí no hacía eso, era un lugar bastante seguro. Pero él se construyó una especie de cabaña con sacos terreros, con paredes de un grosor de dos o tres sacos. También los colocaba por encima. Dormía en el suelo en lugar de hacerlo en el catre y con el chaleco flak puesto.Una noche empezaron a bombardearnos mientras él dormía en el suelo de su barracón. Cuando terminó el ataque, yo era el médico encargado de hacer la ronda por los barracones y los otros edificios para comprobar que todo el mundo estuviera bien. Me encontré al teniente muerto. Un trozo de metralla se había colado por un lateral del barracón, entre los sacos terreros o a través de ellos, y le había dado en el pecho. Había penetrado por el lado izquierdo y se le había clavado en el corazón. Era un buen trozo de metralla, bastante afilado. Si alguien estaba protegido, era el teniente. Después de aquello llegué a la conclusión de que no podías hacer nada por evitar la muerte. Si estás allí, estás allí y punto. ¿Quién sabe quién será el siguiente?.”

Los reyes de la guerra...
Me lo estaba pasando bien. Había un par de tíos que decían que no, pero no se lo creían ni ellos. Nos daba la sensación de que ya no éramos esos GI que tenían que marchar y hacer el saludo militar. Aquello era una mierda. No teníamos que saludar a nadie. Nos vestíamos como nos daba la gana. Si me quería poner el sombrero de la jungla, me lo ponía. Si quería llevar una manga de la camisa arremangada y la otra no, lo hacía. Si no me quería afeitar, no me afeitaba. Ahí fuera nadie se metía con nadie. Los oficiales saben que, si te tocan las narices, en el próximo intercambio de fuego pueden acabar con un tiro en la cabeza. Y esa era la forma de proceder en cualquier unidad de infantería. Quien te diga lo contrario, miente. Si te metes con mi compañero escudándote en tu rango de suboficial o algo por el estilo, tengo derecho a volarte la tapa de los sesos, según nuestro código no escrito. Y los demás también lo harían. Los tenientes y el resto de oficiales no le tocaban los huevos a nadie. No te decían: `¡Soldado!, ¿por qué no llevas los pantalones por dentro de las botas? ¿Por qué llevas esas greñas?´. A todo el mundo se la sudaba. Sentía el poder. Sentía la destrucción. Mira, ahora, en los Estados Unidos tienen a la gente muy mimada. Le dicen lo que tiene que hacer. No puedes llevar un arma encima a no ser que quieras acabar en el calabozo. Dispararle a alguien está mal. Te miman constantemente hasta que te mueres. Los únicos que tienen autoridad son los jueces y el Gobierno. Pero en Nam eras consciente de que tenías el poder de arrebatar una vida. Tenías el poder de violar a una mujer sin que nadie pudiera decirte nada. Sentíamos que éramos dioses. Podía acabar con la vida de alguien, podía follarme a una mujer. Podía darle una paliza a alguien e irme de rositas. En Nam te sentías como un dios y como tal podías comportarte.”

El regreso a casa...
El día que me licenciaron, volé hasta el aeropuerto de Filadelfia. Tenía dos filas y media de galones en el pecho y me sentía orgullosísimo. Me había ganado el rango de sargento y me habían licenciado con honores. ¿Qué te parece eso? En cuanto bajé del avión, entré en un bar. Lo único que sabía hacer en esta vida era beber. Me pedí un whisky Canadian Club y una cerveza y me quedé plantado junto a la barra con una sonrisa de oreja a oreja. En una mesa había un tío sentado con su mujer y sus dos hijos, unos chavales que tendrían mi edad, más o menos, diecinueve o veinte años.
-¿Estás de permiso? -me preguntó el chico.
- No, me acaban de licenciar.
- ¿De dónde vienes?
- De Vietnam.
-¿Y cómo te sientes después de matar a todas esas personas inocentes? -preguntó de repente la madre.
No supe qué responder. El camarero que servía detrás de la barra se puso tenso, pero yo no dije nada. Ya me habían advertido de que tendría que soportar este tipo de mierdas, pero no me lo había querido creer.
-Disculpe, ¿puedo invitar a todo el mundo a una ronda? -le pedí al camarero. Me sentía culpable. Sí, había matado gente. Quería redimir mis errores de algún modo.
- No aceptamos bebidas de asesinos -me espetó la hija.
Me cabreé. El camarero me pidió que me tranquilizara, se acercó a la chica y le recriminó su actitud.
-¿Qué se siente al formar parte del Ejército? -siguió ella.
-Él no está en el Ejército, es un marine la corrigió el camarero.
-Pues claro que sí, hostia, soy un marine de los Estados Unidos.
-¿Ahora te vas a poner chulito?
Me estaban acosando en un puto bar. Pagué mi consumición, le dejé una propina al camarero y me largué. Traté de olvidar lo que había pasado. Me monté en el coche con mi hermano y su mujer. Estaba muy contento de estar en casa y no quería que algo así me perturbara, pero lo habían conseguido. Más tarde, cuando ya estábamos en casa, mi hermano me pidió que no me pusiera el uniforme. ¿Qué coño quería decir con eso? Yo quería ponerme el puto uniforme. Estaba lleno de galones. Estaba orgulloso de lo que había hecho; era un rey. Entonces no me dolió, pero ahora sí me duele.”

Cicatrices que no se ven...
La chica con la que estaba prometido se había quedado embarazada de otro tío y se había casado con otro distinto. No me lo podía creer. Habíamos dejado de mandarnos cartas después de que me hirieran en combate. Lo veía todo negro y dejé de escribir a todo el mundo. Acabé viviendo con mis padres. Desde julio hasta finales de septiembre, mi rutina consistió en recuperar la consciencia por la mañana. Por la tarde, cuando se me había pasado la resaca, me duchaba y por la noche salía a beber otra vez. Noche sí, noche también, bebía hasta perder el sentido. Era extremadamente tímido con las mujeres. Por supuesto, sólo era capaz de acercarme a ellas cuando estaba borracho como una cuba. Por las mañanas me encontraba en los bolsillos pedacitos de papel con números de teléfono y anotaciones crípticas. `Janet, bufanda roja, 555-6868.´ No llamé nunca a ninguna. Empecé a trabajar otra vez. Trabajaba para el ayuntamiento de Minneapolis, realizando pruebas de laboratorio. Era técnico de ensayo de materiales y trabajaba con cemento, asfalto y varillas de acero; ganaba unos quinientos dólares al mes. Mis problemas con la bebida fueron a más. No me presentaba a trabajar durante días y ni siquiera llamaba para decir que estaba enfermo. Tenía una depresión de caballo. No conseguía hacer nada. La mayoría de mis amigos se daban cuenta de que algo no iba bien, pero ninguno sabía cómo ayudarme. Mi familia estaba preocupadísima. Todo esto pasó mucho antes de que se le pusiera nombre al síndrome de Vietnam. Me sentía estafado, mal conmigo mismo. La gente me trataba de forma extraña.”

Viaje a las tinieblas de quienes sirvieron en Vietnam, testimonios anónimos que entran por derecho propio en el club de relatos de combatientes y libro imprescindible para comprender más allá de las imágenes icónicas, las crónicas documentales y los informes oficiales. Hombres y mujeres, obligados unos y voluntarios otros hermanados en la inhumanidad de una guerra sin frentes delimitados y donde cualquiera podía ser el enemigo. Brutalizados, inmunes al sufrimiento ajeno y metidos en una vorágine donde todo estaba permitido, incluso aquello que nos hace perder la humanidad dejando heridas sangrantes en el alma. Ideal par lectura veraniega ahora que se libra otra guerra en Europa que, por desgracia, sigue siendo tan inhumana como las precedentes y los que hoy son combatientes puede que mañana se conviertan en testimonios del horror del frente de combate...

The Adversiter Chronicle, diario dependiente cibernoido
Salt Lake City, Utah
Director Editorial: Perry Morton Jr. IV
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