The Adversiter Chronicle

jueves, 7 de septiembre de 2017

"Lomo con tapas", suplemento literato cutre


Suplemento literato cutre de The Adversiter Chronicle

Libro: NagasakyLas crónicas destruidas por MacArthur -
Autor: George Weller
Editorial: Crítica, S. L.
Traducción: Enrique Herrando
Edición: 2007

Ahora que el mundo anda inquieto con las ínfulas norcoreanas por tener la Bomba H y amenazas de misilazos y el apocalipsis atómico, sumado a que en agosto se conmemora a las víctimas de las bombas atómicas que pusieron fin a la II Guerra Mundial tras la rendición incondicional de Japón, es buen momento para visitar de la mano de un testigo de excepción la ciudad de Nagasaky tras el bombardeo atómico...

Lo hacemos de la mano de un periodista de raza, un estilista del periodismo de los corresponsales de guerra que era además un testigo molesto para el general McArthur que trataba por todos los medios y mediante la censura evitar que se conociera los estragos de la radiación en los supervivientes así como conocer de primera mano las atrocidades que sufrieron los soldados aliados que cayeron en manos japonesas durante el arrollador avance nipón tras comenzar las hostilidades atacando la base naval de Pearl Harbour. Un testigo incómodo y molesto que sufrió la censura y la rabia de ver como sus crónicas eran destruidas o desaparecidas mientras que otras eran mutiladas en las partes más escabrosas y descarnadas de las mismas. Un libro editado y con introducción de su hijo y un prologo del maestro de periodistas Walter Cronkite.

George Weller nació en Boston y se graduó en Harvard en 1929. Fue reportero en Grecia y los Balcanes para The New York Times en la década de 1930, y luego se hizo famoso por su cobertura de la guerra para el Chicago Daily News. En 1943 ganó el premio Pulitzer por un reportaje de apendectomía de emergencia en un submarino norteamericano que atravesaba aguas enemigas. Sus obras incluyen dos libros muy celebrados sobre la II Guerra Mundial, Singapore is Silent y Bases Overseas.
Y sin más verborrea unas breves reseñas que os inciten a su apasionante lectura:

Recuerdos en 1966...
Siempre que veo la palabra `Nagasaky´, surge en mi mente una visión de la ciudad tal como la vi cuando, el día 6 de septiembre de 1945, me convertí en el primer hombre libre occidental que entró en ella después del fin de la guerra. Hasta el momento, ningún otro corresponsal había sido capaz de eludir a las autoridades para llegar a Hiroshima o a Nagasaky. Aún no se conocían los efectos de las bombas atómicas, salvo el hecho colosal de que habían puesto fin a la guerra con dos golpes en tres días. El mundo quería saber qué aspecto tenían los efectos de las bombas a ras del suelo. Acababa de escaparme de la vigilancia de los censores del general MacArthur, de sus oficiales de relaciones públicas y de su policía militar. MacArthur había prohibido a la prensa el acceso a toda la zona sur de Japón. Cuando me introduje en la prohibida Nagasaky me sentí como otro Matthew Calbraith Perry, entrando en un territorio donde mi mera presencia estaba prohibida, un territorio que ahora tenía dos micados, ambos omnipotentes.”

Prisionero en la mina de carbón...
Suboficial administrativo Winfred Mitchum (Houston): Mientras trabajaba en la mina de carbón cogí dos tomates de la galería y me los encontraron debajo de la almohada. En el aeso (prisión militar), los japoneses me aplicaron el tratamiento eléctrico, que consistía en meter un cable en el enchufe de la luz eléctrica, obligarme a sostener su otro extremo, y después hacer pasar la corriente y cortarla intermitentemente. Los guardias de la mina hicieron esto por turnos durante cinco noches, riéndose. Durante el tiempo que pasé en la prisión militar no me dieron absolutamente nada de comer por órdenes especiales del comandante del campo Fukuhara, quien, aunque confesé que los tomates eran de la galería, se empeñó en que los había cogido de su jardín privado. Los guardias intensificaban las descargas eléctricas echándome agua por encima para aumentar la conductividad en todo mi cuerpo.”

Enfermar siendo prisionero de guerra de los japoneses...
Hagen le dijo al médico japonés del campo: `Estos hombres morirán si no reciben ayuda´, y este último respondió: `Hombres enfermos morir, bien, bien´. Muchas veces los pacientes recibían bofetadas por estar demasiado débiles para descender al interior de la mina, pero nunca se les dejó morir de inanición en cautiverio deliberadamente, como sí hacía el tristemente célebre capitán Fukuhara de Omuta. A veces las autoridades de la mina daban raciones adicionales de arroz para completar las ralas gachas de la comida habitual. No obstante, algunos de los norteamericanos procedentes de Bataan y Corregidor a los que entrevistó este escritor, como el farmacéutico Dudley DeGroat, de South Bend, y Thomas Boyle, de Mason City, Iowa, mostraban síntomas de desnutrición; el peso de Boyle llegó a caer de 98 kilos a un mínimo de 49. Las palizas eran lo suficientemente habituales como para que las porras japonesas se ganaran el sobrenombre de `barritas vitaminadas´, porque cuando estás débil te animan.”

El crucero de la muerte...
A un enfermero militar que se encontraba desprotegido en la cubierta cuando los aviones acribillaron el barco le llenaron la espalda de metralla. Tenía plomo en los pulmones. `Dos tipos empezaron a seguirme por todas partes en la oscuridad. Sabía que iban a por mí, porque yo había entregado a uno de ellos por vender narcóticos en Bilibid. Oí que planeaban dejarme sin conocimiento con una cantimplora de metal llena de orina. Empecé a deambular por todas partes intentando quitármelos de encima. En una ocasión tuve que aliviarme y no pude buscar un cubo porque me estaban siguiendo. Así que me alivié justo donde me encontraba. Me sentía enloquecido y no obstante sabía lo que estaba haciendo. Recogí los excrementos y se los arrojé por encima a los hombres que estaban a mi alrededor. Ellos armaron un escándalo. Así que, para que vieran, recogí otro poco y me lo unté en el pelo. Después empecé a huir otra vez, intentando quitarme de encima a mis dos enemigos. Cuando se acercaban a mí, me abrían las heridas de la espalda con los dedos. Finalmente conseguí quitármelos de encima. Terminé apoyado contra un mamparo que estaba exudando humedad. Me derrumbé en su parte inferior; allí se estaba más fresco, y me gustaban las gotas que caían desde el mamparo sobre mi cara.”

Artículo sobre la radiación...
La extraña `enfermedad´ provocada por la bomba atómica, que no se cura porque no se trata y que no se trata porque no se diagnostica, sigue segando vidas en Nagasaky. Hombres, mujeres y niños sin señales externas de lesiones mueren cada día en los hospitales, algunos después de haberse paseado durante tres o cuatro semanas pensando que se habían salvado. Los médicos disponen aquí de todos los medicamentos modernos, pero, cuando hablaron con este escritor, el primer observador aliado que ha llegado a Nagasaky desde la rendición, confesaron franca,mente que la cura de la enfermedad está fuera de su alcance. Sus pacientes, aunque su piel está intacta, sencillamente pasan a mejor vida ante sus ojos.”

MacArthur...
Aunque McArthur intentó detener la historia no permitiendo que nadie viera Nagasaky, yo quería ser completamente honesto con él una vez llegase allí. Hacía un mes que había terminado la guerra; a mí entender, él no tenía el más mínimo derecho militar a detener mi historia. Pero yo iba a tratarle como un caballero, y le dejaría ver mis partes primero. Si era un oficial inteligente, en la situación de pacificación en la que nos encontrábamos entonces los dejaría pasar, porque eran extremadamente valiosos. ¿Por qué eran valiosos? Los excelentes médicos japoneses habían examinado los cadáveres, y habían descubierto cosas fascinantes acerca del efecto de la radiación sobre los órganos del cuerpo. Allí radicaba el incalculable valor científico que, en mi opinión, revestía toda mi emisión. En el mundo exterior, todos pensaban que toda la gente había muerto frita inmediatamente por la bomba, asada como un trozo de carne. No había sido así en absoluto. Para algunos, fue una muerte lenta”

Libro encarecidamente recomendable tanto por el género, el autor y los hechos que relata y donde se aprecia que pese al tiempo transcurrido los corresponsales de guerra siguen encontrando trabas para informar de la realidad aunque ahora la censura se disfrace asignando periodistas a las unidades militares. También es paladear el estilo de la época con crónicas donde no hay cabida a la superficialidad y sí al relato de la realidad, del deber de todo periodista de ceñirse a informar de los hechos y de lo que ve el corresponsal. Homenaje a las víctimas y también al autor que no pudo ver hecho realidad su anhelo de, aún consciente que la Bomba era inevitable y fue mejor que la democracia la poseyera primero, no quiso ocultar que las víctimas japonesas lo eran de los efectos de un arma aún sin testar pero que en dos golpes acabó con la resistencia japonesa a reconocer su derrota.


The Adversiter Chronicle, diario dependiente cibernoido
Salt Lake City, Utah
Director Editorial: Perry Morton  Jr. IV

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