Unas memorias de Antón Rendueles en exclusiva para The Adversiter Chronicle
Ir a por recados
Días atrás salí al exterior, la movilidad reducida implica ser asistido en las salidas y salgo poco. Me llevaron en coche a dar un garbeo y pasé por los lugares que formaban mi mundo. Ya no existe la verja del colegio ni el kiosko donde aquella mañana de noviembre no había el trajín de madres, escolares y profesoras, sólo el kiosko y aquella portada de un periódico con el rostro del dictador ocupando la primera plana y el rótulo de que había muerto. La verja no existe porque ya no existe el colegio, tampoco el kiosko que ahora es un bajo comercial en el nuevo edificio que sustituyó a los de mi memoria...
Mandé parar el vehículo cuando pasamos por lo que fue mi barrio durante un tiempo que no soy capaz de cuantificar pero al menos más de cinco años. Sigue el edificio donde vivían mis abuelos, que para mi perplejidad infantil eran algunas madres que veía en el colegio mayores que mi abuela, tal vez por eso siempre la llamé por el nombre. Sentía terror de pensar que envejecería rápidamente si la llamaba abuela, que se convirtiera de la noche a la mañana en la típica abuela mayor que proyecta una mente infantil cuando dice abuelo y abuela. Qué ridículos parecen ahora aquellos pensamientos de mal agüero...
El viejo mercado, de dos plantas y sótano, ya no existe aunque su estructura alberga ahora un centro comercial decadente desde que lo inauguraran. El viejo mercado era un gran edificio con entradas en cada cara de los lados de su forma cuadrangular. Era decrépito porque sólo funcionaba la primera planta al público con puestos de venta de todo tipo, incluyendo una licorería, una cantina y periódicamente una señora que vendía melones en el exterior de su entrada principal que albergaba bajo techo dos andenes de autobuses. En mi mente infantil ya intuía que vivió tiempos mejores. La segunda planta era toda una aventura cuando en ocasiones me armaba de valor y subía al mismo, sucio, desatendido y donde los puestos vacíos y sucios parecían poblados por fantasmas que nunca llegas a ver pero que sientes que ha quedado una impregnación, pero es verlo con los ojos de ahora, en aquel entonces era una aventura y un temor innato ante la presencia de jeringuillas de yonkis en el suelo. En el sótano había almacenes cerrados, algunos de los cuales eran utilizados para guardar cosas de sus dueños que regentaban puestos en la primera planta. Tenía un kiosko, del que ya hablé en otras ocasiones...
Pero el sábado era día de bajar a los recados para mi abuela, interrumpiendo mi ocio de juego, pero había que hacerlo. Primero la carnicería, siempre con cola de señoras enormes y atendida por dos hermanas más enormes aún. Distintas vísceras estaban expuestas en el expositor y tal vez es desde entonces que no las consumo. Odiaba las colas, señoras que parecía que no acababan nunca de pedir o la que siempre se me colaba por delante. Ya con bolsas había dos opciones, subir la compra y volver a bajar o hacerlo de un tirón, cosa que hacía siempre que podía pero que a veces por el peso de la compra me obligaba a tener que hacer dos o tres viajes...
La ciudad ha cambiado una vez más y el paisaje que no veo por las ventanas de mi confinamiento me lo dice entre lágrimas de ejes comerciales con comercios que ya no existen o los rostros con mascarillas. Aquellos también eran tiempos de zozobra aunque ahora las juventudes del siglo XXI desconozcan lo que ocurrió, pero sí ocurrió porque forma parte de mis recuerdos, de mi memoria, de la memoria de todos pese a la desmemoria interesada de unos pocos.
Salt Lake City, Utah
Director Editorial: Perry Morton Jr. IV
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