Unas memorias de Antón Rendueles en exclusiva para The
Adversiter Chronicle
CAPÍTULO IV (La
radio)
Cuando se es está postrado se
desarrolla un agudo sentido de captar detalles que antes me pasaban
desapercibidos y ello trae el recuerdo…
Me ocurre con la radio. Ahora que me
veo obligado a pasar largas horas en el mismo sitio he vuelto a recuperar el
hábito de escuchar la radio como en aquellos años…
El primer recuerdo que tengo de la
radio era escucharla desde mi niñez aunque no recuerdo los programas pero sí me
ha quedado la sintonía de Radio Cadena Española, de esas musiquillas que
periódicamente inundan la mente y estamos repitiéndola una y otra vez para
nuestros adentros.
Pero el recuerdo nítido es de
aquellas radios pequeñas, de color naranja chillón que se utilizaban para
seguir los partidos los domingos por la tarde. Recuerdo llevarme mi abuelo al
Molinón y verlas entre el gentío y también en aquellos viajes domingueros a la
cuenca minera y ver a los parroquianos con el transistor en la oreja. Cuando tuve mi primer toca discos, se
trataba de un ·compacto”, un alarde tecnológico de la época en los primeros
años de la Transición. En una sola pieza iba integrado el plato del giradiscos,
el casete y la radio con varias bandas además de la onda media… Y un pilotito verde.
Aquel pilotito significaba en mi
mente la ventana a un universo nuevo y fascinante: la radio en FM y estéreo. Recuerdo
el ansia de tratar de sintonizar algo y como el dial recorría, no
frenéticamente pero sí ansioso como si mi dedo en la rueda de sintonización le
transmitiera mi propia ansiedad, recorría sin encontrar emisora alguna. Frecuentemente
le preguntaba a mi padre, carne de siderúrgica que quemaba su juventud a turnos
criminales para la psique y el organismo como tantos otros padres, para cuándo
se escucharían los 40 Principales, la
emisora de música…
Mi padre era un manitas y me instaló
dos altavoces a ambos lado del cabecero y le acopló una entrada de auriculares,
los cascos lo llamábamos. Recuerdo a mi padre arañando horas de sueño en mi
cama porque la ventana daba al patio de luces y no había ruidos de la calle…
Cuantas veces entraba furtivamente a buscar algo procurando no despertarle y sintiendo
rabia provocada por el egoísmo infantil por ver ocupada mi habitación, ciego a
que papá necesitaba descansar para poder seguir proporcionándome mi inocencia
feliz. Años más tarde sentí en mi propia carne lo que es arañar horas al sueño
y recordaba aquellas tardes dándome cuenta por fin de lo cruel que había sido…
Por suerte la crueldad infantil no
suele ser pecado, más que nada porque tendemos a enterrarla en nuestro recuerdo
aunque a veces aflore. Sí siento el amor que mi padre tenía a su familia y el
sacrificio que tuvo el valor de afrontar para conseguirlo.
Y es que mi padre tenía lo que
entonces era una joya tecnológica: la mítica radio casete Sanyo con su no menos mítica
aguja de potencia que señalaba la calidad de la recepción. Ahora se muestra
como símbolo de la época y uno de los primeros productos de consumo a nivel
global, globalización de aquella en clave
de capitalismo y comunismo con su Guerra Fría.
Luego llegó Antena 3 y aunque seguía fiel a Antonio José Alex, al poco de que
se sintonizara ya era fiel de sus locutores: El García, protagonista de
conversaciones de adulto que yo escuchaba fascinado; Martín Ferrand y su
inconfundible voz y que ya me caía simpático desde que presentara un tiempo la
película de los sábados por la noche; Antonio Herrero y su tocayo de apellido;
la voz profunda y rotunda del locutor de continuidad y el Pumares y su Polvo de estrellas que muchas madrugadas
me quedaba escuchando hasta del final…
Y ahora sin poder moverme vuelvo a
sentir la radio como en aquella Transición donde los niños éramos niños con el
sacrificio de nuestros mayores y deseaba ser mayor para poder moverme, aquí y
ahora vuelvo a los orígenes disfrutando del placer de la magia de la radio y
que al igual que un libro no puede ser sustituida por un medio digital, es
necesario seguir la liturgia íntima e intimista entre mi dedo moviendo el dial,
sintiendo la estática entre emisora y emisora, ver como el led de sintonización
se ilumina…
La Transición tuvo su noche de los transistores
pero para mi la Transición tiene banda sonora de radio cuando ésta al igual que
el país se adaptaba y modernizaba a los nuevos tiempos que olían en el aíre a
colada recién lavada en la ventana agitada por el viento y secando al sol
brillante de la libertad.
La radio me sirvió de torre de
lanzamiento para caminar y ahora que ya no puedo moverme me acompaña como una
mortaja confortable y serena… Antón Rendueles
The Adversiter Chronicle,diario
dependiente cibernoido
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