Autor: Ilya Ehrenburg
Editorial: Ediciones Júcar
Edición: Primera edición, noviembre de 1974
Traducción: César V. Gárate y Damiana Peret
Traemos hoy una deliciosa novela en
una de esas ediciones prehistóricas que pueden adquirirse en la Semana Negra y
de un autor plenamente soviético.
Sus ideas políticas le obligaron a
emigrar. Visitó gran parte de Europa y regresó a su país en 1917. Desde 1921
residió en París, pasando por Berlín y Bélgica, hasta que en 1940 volvió a
Moscú. También estuvo durante la Guerra Civil en España.
Es una de las figuras más conocidas y
actuales de la literatura soviética (¡1974!)Lo mejor de su producción son las novelas y los cuentos de gran intención satírica.
De su producción destaca: Julio Jurenito, Trust D. E., Miguel Likov, El amor de Juana Ney, La conspiración de los iguales, La novena ola, Historias inverosímiles, La tempestad, El deshielo, novela ésta última que constituyó un primer anuncio de las autocríticas que se produjeron en Rusia tras la muerte de Stalin y fue “Premio Stalin de Literatura” en 1942 y 1947.
El 27 de julio de 1794, triunfa el
golpe de Estado que significaría el ocaso de la revolución Francesa. Un complot
derriba a Robespierre y a Saint-Just junto con sus compañeros de lucha más
fieles.
Este acontecimiento supone el inicio de
la denominada <<reacción termidoriana>>, con el reinado de los
especuladores y aventureros políticos. Precisamente entonces se alza la voz de
Graco Babeuf, un nuevo incorruptible que aspira a imprimir a la revolución un
impulso decisivo, instaurando una especie de comunismo por medio de la
implantación de una dictadura revolucionaria. La insurrección armada y la
tentativa fracasaría, y precisamente en este aspecto se centra La conspiración de los iguales, que
constituye, al par que una gran novela, un auténtico testimonio histórico.
Aunque lo anterior me hace parecer un
erudito, recordaros que la información viene en la contraportada del libro en
mis manos.
De todas formas hay que reconocer que
chirrían algunos aspectos de entorno ya que el autor, el personaje principal,
habla de obreros en una Francia que aún no conocía el proletariado como tal
puesto que sería la revolución industrial quien crearía el fenómenos de las
masas obreras cargadas de hijos a la vera de las industrias. No creo que un
“obrero” se sintiera tal y sí perteneciente a un gremio, quiero decir que no
creo que los obreros de la Francia revolucionaria tuvieran conciencia de ser
tales y sí aprendices de oficio encuadrados estos en gremios y sí sentirse
burgueses en el término de residir en la ciudad y aspirar a ciertos derechos
políticos que culminaría en la Revolución Francesa si bien para que estallara
hubo otros detonantes siendo el más importante la hambruna y miseria de la
ciudadanía.
Pero ahora que todo indica que nos
hallamos a las puertas de la revolución social que acompaña esta era de
revolución digital o de telecomunicaciones, la lectura resulta amena,
interesante y además entretenida.
Pero os dejo con unos breves pasajes
que siempre son mejor que mi demente verborrea:
¿Igualdad?
“Era el día septidi 19 de pluvioso, año III, o según el viejo estilo, el
jueves 7 de febrero de 1795, día consagrado por la antigua Iglesia a Santa
Dorotea y por la Revolución al liquen, planta parasitaria, como todos sabemos.
Por otra parte los parisienses no pensaban en la botánica ni en el calendario.
Pensaban más bien en el pan. En la vecindad de las panaderías se oía decir a
las gentes que hacían cola:
-
Parece que hoy no distribuirán más
que dos onzas.
-
En el barrio Marceau no dan ni
siquiera eso…
Soplaba un viento frío y húmedo de la Mancha del que no era posible
guarecerse en ninguna parte; los vendedores de leña, en el umbral de sus
tiendas, hacían muecas despectivas. Adoptaban aire de potentados. Por la
mañana, en la calle de Mouffetard, habían sido encontrados cuatro cadáveres:
una mujer y sus tres hijos. Habían muerto de hambre o de frío. Cerca del
mercado, sabiendo que ese día septidi, o jueves, o día del liquen, no habría
pan, la ciudadana Moreau le había gritado al panadero:
-
¡Aquí están mis hijos! No tengo nada
que darles de comer. ¡Mátalos!
Naturalmente la ciudadana Moreau fue detenida inmediatamente. Unos decían
que era una tejedora y que, en tiempos de Robespierre, había bailado en torno a
la guillotina. Otros por el contrario, aseguraban que trabajaba a sueldo para
ese emigrado imprudente que osaba llevar el nombre de Delfín. Los hijos de la
ciudadana Moreau lloraban. El agente de policía Luis Labrat movía la cabeza en
señal de reprobación.
-
¡Cuánto trabajo! Las mujeres tienen
conversaciones sediciosas, las malas gentes mueren a la vista de todos y, por
último, ese viento frío de la Mancha que no se calma. ¿No será Pitt acaso quien
lo envía sobre la República? ¡Qué invierno! El Sena lleva ya helado cinco
semanas… No es extraño que los astutos vendedores de leña hayan tomado aires de
potentados. ¡Y ahora ese viento!
-
¡El Correo republicano! ¡La
Revolución ha terminado!
El policía aguza el oído: ¡Gritos sediciosos! ¿Qué será? ¿Realistas?
¿Anarquistas? ¿Agentes de Cobourg…?
Agarra por el cuello al voceador. Se trata de un chiquillo, de unos diez
años aproximadamente, que vende periódicos.
-
¿Quién te ha dicho que la revolución
ha terminado?
-
Un ciudadano muy serio. Tenía un
reloj de oro… así de grande. Me compró el diario. Me dio una libra, diciendo:
“Gracias a Dios la Revolución ha terminado”.
Luis Labrat es un ciudadano consciente. Respeta la Convención, el busto
de Rousseau en las Tullerías y los cantos patrióticos. Si en el fondo de su
corazón respeta también los relojes de oro, no se lo dice a nadie.
Enfadado, reprende al pequeño.
-
Ese ciudadano era seguramente un
agente de Inglaterra o un secuaz de Robespierre. La Revolución, amigo mío, no
puede terminar. La Revolución es algo sólido, es para siempre. Lo demás es
mentira.
El agente se lleva al muchacho que llora. El incidente se ha producido
cerca del teatro de la república. El lugar se ve concurrido y la hora es
agitada. Serán pronto las seis. Los ciudadanos se dirigen con paso rápido a los
espectáculos. Algunos interrumpen su camino. ¿A quién detienen? ¿A un jacobino?
¿A un ratero? Todo el mundo sonríe cuando se entera de lo que ha pasado. Un
hombre cuyos largos rizos caen sobre su cuello de terciopelo negro se echa a reír,
viendo la cara de desconcierto del policía.”
“El aniversario del 9 termidor había sido declarado fiesta nacional. Era
<<La caída del tirano Robespierre>>. Los comerciantes cerraron con
gusto sus tiendas. Porque ahora se desprendían a disgusto de sus mercancías.
Por la mañana uno recibe un montón de bonos que al llegar la noche ya no valen
ni para una cerilla. El pueblo se alegra en la fiesta. Han prometido que ese
día darán a cada ciudadano una libra de pan. Y los bromistas dicen:
``Maximiliano que no hizo más que mal durante su vida, nos hace bien ahora
después de su muerte´´. El pan era negro, húmedo y pesado, pero nadie se hizo
el exigente. En realidad, en el mercado, había ese pan que todos deseaban, ese
pan blanco como la nieve. Pero costaba dieciocho libras la libra. Los
campesinos se sentaban sobre sus carretas, como reyes sobre sus tronos. No
temían el 10 de agosto. Nadie podía derribarlos. Ellos tenían harina, tocino y
manteca. Miraban con desprecio los bonos demasiado nuevos. Despreciaban por
completo los sentimientos cívicos y exigían monedas de plata con la efigie del
capeto guillotinado.
¡Media libra de pan, y viva la fiesta nacional!
Ni siquiera la victoria de Quiberon sobre los realistas había conmovido a
los parisienses. En La Gaceta Francesa se escribía tristemente: ´´ Ni la conquista
del mundo entero ni el triunfo universal de la Revolución, alegrarían tanto a
esta ciudad como un aumento en la ración aunque éste no fuera más que de una
onza´´.
Pero de todas maneras, no todos morirían de hambre. Los ciudadanos
perspicaces, sabían combinar con sabiduría el ardor republicano y sus
intereses. Proveían para los ejércitos revolucionarios: camisas, monturas,
botas, polainas, forraje, tocino y hasta escarapelas tricolores. Ganaban mucho.
Otros se dedicaban simplemente a especular. La ciudadana Bertin, una ex
marquesa, había ganado poco tiempo antes sesenta y cinco mil libras con el
aceite de oliva. Su antiguo palafrenero, el ciudadano Sirot, había revendido
treinta cajas de sombreros florentinos y se había comprado un cabriolé a la última
moda.”
“Después del arresto de los dirigentes, los patriotas se dispersaron. Ya
no tenían énfasis ni organización.
El uno le decía al otro: ´´Sin embargo, no podemos estar con los brazos
cruzados, hay que hacer algo, hay que actuar. ´´ El segundo aprobaba sus
palabras de buen grado y ambos continuaban injuriando a Barras en algún café,
donde, sin saberlo, se encontraban rodeados por los agentes de Cochon.
Sin duda, el descubrimiento del complot no había conseguido calmar el
descontento del pueblo. Como antes, los obreros se reunían por la noche en los
puentes. Gritaban:
-
Robespierre o el rey, nos es igual,
con tal de que tengamos algo que llevarnos a la boca.
París, como siempre, parecía un volcán. Pero eran pocos los que
adivinaban que ese volcán humeante estaba a punto de apagarse.
El Directorio, ahora, hacía proposiciones a los realistas, al igual que,
después del Vendimiario, se las había hecho a los patriotas.Los principios, al igual que los cargos ventajosos, provocaban regateos. Carnot era partidario de facilitar la entrada de nuevos clientes. Nombraba a los realistas, comisarios, administradores y jueces. Los emigrados habían dejado de ocultarse. Se mostraban a la luz del día en los salones de París.
Una vez más, la Iglesia amenazaba con olvidarse de los mártires y de las catacumbas. Antes de Pascua, los comerciantes de parís recibieron un mensaje anónimo que decía: ´´Si no cerráis vuestras puertas los días de fiesta, seréis considerados como jacobinos.´´
Todos los periódicos influyentes estaban en manos de los enemigos de la
República.
Si los realistas no intentaban apoderarse del Gobierno era porque estaban
incapacitados por la apatía general.
Después de haber leído la carta de Babeuf, los directores se habían hecho
oídos sordos. Ahora ya no era un anarquista, sino Hoche, un general
republicano, quien decía las mismas palabras: ´´Muchos de vuestros amigos os
han abandonado. No esperéis que el resto se entregue a la desesperación y se
pierdan queriendo salvar ilegalmente a la República… ¿Quién se atreverá a
hablar de terroristas? ¿Dónde están? ¿Dónde está su ejército? El de los chuanes
está en todas partes…´´. En las calles de París vuelven a aparecer banderas
blancas. El Directorio respondió festejando fastuosamente el Termidor.
Larevelliere, el giboso, era particularmente amante de los cortejos
majestuosos, de las guirnaldas y de los juegos de artificio. Sentía gran placer
poniéndose su sombrero de gala. Hubo poca gente. Nadie hizo eco cuando los
ciudadanos directores gritaron ``Viva la República´´. Es que los amigos de la
República odiaban al Directorio y, en cuanto a sus enemigos, preferían otras
consignas más sinceras.
La policía, naturalmente, trabajaba como de costumbre. Frente a los
realistas se abstenían, pues los realistas tenían dinero e influencias. En
cambio, detenían a grandes criminales. Así, por ejemplo, se detuvo a la vieja
cocinera de un ex – conde de Chalabre por habérsele encontrado un medallón con
el retrato del bandido Marat en el pecho.
No todas las ex –cocineras o ex –porteros habían seguido honrando la
memoria del Amigo del Pueblo. Algunos habían hecho carrera y despreciaban su
pasado. Se ganaban bien la vida. El ciudadano Piot, en el transcurso de un año,
había economizado, haciendo especulaciones, suficiente como para adquirir dos
casas en París, cien hectáreas de tierra en Courtevois y dos almacenes, uno en
Marsella y otro en Burdeos. Había muchos Piot. Apoyaban al Directorio contra
los descamisados y los emigrados.”
Lectura en definitiva apasionante
ahora que de nuevo el término ciudadanía se utiliza por la misma, las gacetas,
panfletos y diarios tienen su traslación a Internet y el Sistema hace aguas con
medradores de ríos revueltos.
París puede ser cualquier Villa y
Francia cualquier región, porque auto titulados déspotas ilustrados son Barras
en realidad y podemos identificarnos con Babeuf, sentir su ímpetu, su alma
luchadora por la igualdad y ser traicionados como él lo es en la novela…
No tanto por nuestros iguales como por nuestros
líderes.
The Adversiter
Chronicle, diario dependiente cibernoido
Salt Lake City, Utah
Director Editorial: Perry Morton Jr. IV
http://theadversiterchronicle.org/
Salt Lake City, Utah
Director Editorial: Perry Morton Jr. IV
http://theadversiterchronicle.org/
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